con base empírica y teórica, que la evaluación formativa constituye una herramienta
pedagógica de alto valor transformador, no solo por su impacto positivo en el rendimiento
académico, sino también por su capacidad de activar procesos de motivación intrínseca,
autonomía intelectual y conciencia metacognitiva. Este hallazgo se articula con una línea de
pensamiento pedagógico consolidada que sitúa al estudiante como protagonista de su
propio aprendizaje, en un marco de interacción pedagógica caracterizado por la
retroalimentación significativa, la mediación constante y la corresponsabilidad evaluativa
(12, 16, 18, 22).
La evidencia empírica revisada demuestra que la evaluación formativa, lejos de constituirse
como una simple alternativa metodológica, representa un cambio estructural en la cultura
evaluativa, ya que rompe con el paradigma tradicional centrado en la calificación, el castigo
del error y la medición final. Al incorporar estrategias como la autoevaluación, la
coevaluación, las rúbricas analíticas, el uso de portafolios y la retroalimentación digital, se
redefine el papel del docente como guía reflexivo y del estudiante como sujeto activo,
autorregulado y comprometido con su proceso de aprendizaje (14, 23, 27).
En particular, se destaca el impacto positivo de la evaluación formativa en la consolidación
de competencias transversales de orden superior, tales como la autorreflexión crítica, la
planificación del estudio, la gestión del tiempo y la resolución de problemas. Estos
hallazgos coinciden con lo reportado por Cárdenas y Molina (13) y Méndez et al. (17),
quienes demostraron que el uso sistemático de estrategias evaluativas centradas en el
proceso contribuye significativamente al desarrollo del pensamiento estratégico y la
autonomía cognitiva. Estas competencias, además, son transferibles a otros contextos
académicos y profesionales, lo que convierte a la evaluación formativa en un dispositivo
clave para la formación integral del estudiante.
Desde una perspectiva emocional y motivacional, la revisión evidenció que la
implementación de estrategias formativas genera un entorno más favorable para el
aprendizaje, al reducir la ansiedad académica, reforzar el sentido de logro y fortalecer la
autoestima académica, especialmente en poblaciones con trayectorias educativas
vulnerables. Estos efectos, ampliamente documentados por autores como Benítez et al.
(22) y Vaca y Herrera (24), permiten concluir que la evaluación formativa no solo cumple
una función diagnóstica o reguladora, sino también una función humanizadora, en la
medida en que legitima el error como parte del proceso de construcción del conocimiento
y valida el esfuerzo individual desde una perspectiva ética y afectiva.
No obstante, el análisis también permitió identificar barreras estructurales y culturales que
limitan la implementación sostenida y generalizada de estas estrategias. Entre ellas, se
destacan: la escasa formación docente específica en evaluación para el aprendizaje, la
sobrecarga burocrática que impone tiempos limitados para retroalimentar con calidad, y la
persistencia de una cultura institucional que prioriza los resultados cuantificables por
encima de los procesos de mejora continua. Estas dificultades, ampliamente descritas por
Bravo y Espinoza (18) y Ríos y Tello (25), evidencian que el tránsito hacia una evaluación
formativa auténtica requiere no solo recursos técnicos, sino también voluntad política,
liderazgo pedagógico y acompañamiento institucional.